jueves, 16 de agosto de 2007

No sé si estoy engordando o matando a alguien

Un amigo mío, cocinillas como yo, ha dejado de comprar salsa de soja porque dice que es la culpable de parte de la deforestación del Amazonas brasileño. Y para amargarme la existencia, me pasó varios informes en los que se denuncia que casi un millón de hectáreas de selva amazónica han sido taladas para poder hacer frente a la demanda mundial, sobre todo europea, de la soja, cultivada en explotaciones clandestinas e ilegales donde se emplea trabajo semi esclavo, con la consiguiente contaminación de las aguas en los procesos de cultivo y la inevitable expulsión a la fuerza de poblaciones nativas.

Me fui a la nevera y me quedé mirando a mis tres botellitas de apariencia inocente, casi como tarros de colonia... ahora del sospechoso color de la sangre coagulada. Me jodió bien jodido. Mi soja china, fuertemente salada y ligera, mi soja japonesa, más compleja, de aromas ahumados profundos, mi salsa europea fabricada en Holanda, dulce, especiada, ideal para acompañar en reducción a un foie fresco a la plancha, todas ellas eran culpables, como los diamantes, de un comercio asesino, responsable de la desaparición de buena parte del pulmón de oxígeno del planeta. Luego supe que el gobierno brasileño, en un convenio con los grandes productores y comerciantes, ha puesto fin a esta explotación suicida, y volví a mirar a mis tarritos de salsa con los ojos de la ingenuidad. Hasta el siguiente sobresalto.

Y es que, con la globalización de la economía, nunca sabes si estás consumiendo un inocente producto o con ello estás poniendo en peligro la vida de alguien. Fijaos lo que ha ocurrido con millones de juguetes de Mattel procedentes del extremo oriente, en cuyas pinturas se utilizaba más plomo que en los cañones de Irak, esperando a que millones de bebés se los llevasen a la boca y acabaran poniéndose azules de saturnismo, una enfermedad que ya da miedo desde el nombre mismo.

Y como los sobresaltos no vienen solos, el otro día consulté con el fabricante de mi coche si había que hacer alguna manipulación al motor para poder utilizar biocarburante. Lo anuncian en la gasolinera cercana a mi casa, es más barato, y no proviene del petróleo. Porque, a falta de otro dios, creo que sólo la Tierra, en el estado actual de la tecnología, puede asegurar el futuro de la especie y de la vida que todavía nos rodea. Sé que ni las iglesias ni las mezquitas ni las sinagogas son necesarias para la vida futura, que el más allá sólo está asegurado si conservamos lo que queda del Amazonas, o si mantenemos a raya el agujero de ozono de la atmósfera, la contaminación, el cambio climático... Así que, cuando ya estaba dispuesto a dar los pasos necesarios para convertirme en un consumidor de biodiésel responsable resulta que eso, precisamente eso, era una forma más de consumo irresponsable. Vapordiós.

Sí, vapordiós. Porque si, gracias a nuestras necesidades de petróleo, estamos apuntalando regímenes autoritarios (Venezuela, Rusia) o simplemente conculcadores de los más elementales derechos humanos (Guinea, Arabia Saudí, Irán y demás compaña), además de tapizar la atmósfera de CO2 y contaminar todas las aguas del planeta, la aparición de una contrapartida “biológica”, es decir limpia, respetuosa con el ciclo de la vida, como los biocombustibles procedentes del maiz, sorgo, remolacha, caña de azúcar, y otros cereales, parecía que podía aplacar nuestras conciencias de consumidores compulsivos.

Pero no. Los ecologistas ya nos están avisando de que aquí hay gato encerrado. El cambio de consumo está a punto de provocar un cambio mayor de consecuencias impredecibles: la sustitución de los cultivos tradicionales por los señalados antes, lo que podría provocar un alza en los precios de productos básicos (como ocurrió el año pasado en México, con el alza insoportable para las economías familiares del precio de las tortitas de maiz) y, lo que es peor, extender una suerte de monocultivo enfocado a producir combustible para nuestros coches, con la consiguiente pérdida de la biodiversidad.

La Federación Gallega de Panaderos acaba de denunciar que la compra “masiva” de cereales para transformarlos en biocombustibles es una “amenaza” que podría retrotraernos al problema vivido en México, pues el precio del trigo, por la necesidad de acudir a comprarlo fuera de España, sobre todo a Francia, se ha disparado en un 66%. Así que estamos a punto de que el bocata de calamares (con lo caro que está el pescado) pase a ser un capricho al alcance tan sólo de ricos jeques del petróleo.

Quedamos avisados. El Instituto de Ciencia y Tecnología del Medio Ambiente de la Universidad de Barcelona acaba de remachar el clavo con un informe en el que se afirma que el uso de biocombustibles conlleva “un impacto negativo tanto económico, social, como medioambiental”.

Así que como me van a dar por donde comienzan los cestos y se enhebran las agujas, sea cual sea la determinación que tome, voy a dedicar un rato a meditar si prefiero que se haga inmensamente rico un agricultor de Cuenca o seguir engordando la cuenta corriente del bandarra de Brunei, el de los 500 Rolls Royce.

Manolo Saco

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